sábado, 5 de septiembre de 2015

Hacia el Hostal Aaran...


De alguna forma, todos somos pequeños exploradores. Todos soñamos con irnos lejos a vivir aventuras, hacer de nuestra vida una Historia digna de ser recordada y, tal vez, luego volver para contárselo a nuestros nietos a la luz de la chimenea, o escribir un libro que animará a otros aventureros a correr nuestra misma suerte. ¿Cómo empezar este artículo, si ni siquiera yo misma sé qué es lo que quiero expresar? Como siempre, empezaré desde el principio, esperando no divagar en exceso.

Ya desde niña miraba el mar. No sé muy bien qué esperaba encontrar más allá de la línea que separaba los dos tonos de azul. Ni siquiera recuerdo que pensara en nada cuando lo hacía. Parece que los recuerdos más felices son aquellos en los que intentas hacer memoria y descubres que en tu cabeza solo había vacío. Sin embargo sé que desde entonces, cuando aún no había aprendido a vocalizar bien, ya informaba a mis padres que algún día me iría, quizá a América (que era el colmo de la lejanía para mí en aquel entonces), a correr alguna aventura.

Y aquí me encuentro, dieci-tantos años más tarde, armada con una mochila, buscando un sitio donde refugiarme, a punto de vivir mi cuarta mudanza en tres meses. No sé si recomendaría a alguien hacer la serie de estupideces que he ido haciendo yo en tan pocas semanas, ya que ni siquiera mi cerebro ha terminado de decidir si lo que he hecho ha sido una buena o una mala idea: mandas a tomar por saco tu vida pasada, llena de errores, de traumas y de sufrimientos, pero en la que también sabías que el siguiente paso que ibas a dar no te iba a hundir en el fango, y en la que contabas con abrazos cálidos por la noche y aplausos en el plano académico, convencidísima de que estás a punto de montarte una vida totalmente distinta y mejor. Llega un punto en que, entre las lágrimas histéricas por tu decimoquinta decepción en una semana, finalmente tienes que admitirte que en el fondo esperabas que un camino de oro apareciera bajo tus pies según bajaras del avión. No es que seas idiota, claro, pero... pero eres idiota. Una idiota de 22 años. Y ya va siendo hora de que te des cuenta. Se me ha olvidado lo que es tener largas las uñas, todas mordisqueadas, o no sentirte atemorizada a cada rato por los imprevistos que puedan surgir en cada esquina que cruzas, y por supuesto, tienes que aceptar que comer como Dios manda ha quedado solo en el recuerdo. Pero es la decisión que tomé, y he de seguirla, si como mínimo quiero saber cómo se va a terminar de ir todo al traste. Veamos si es una de esas situaciones en las que, como decía Steve Jobs, uno en el futuro va uniendo puntos.

¿Quién me iba a decir que se me iba a escapar una sonrisa incrédula, al descubrir un viejo hostal arruinado, sin timbre siquiera, en el que tienes que atravesar un caminito con un pobre cesped a los lados? La valla que separa una propiedad de otra es tan baja que te puedes sentar encima y mirar a tu alrededor, esperando que en cualquier momento aparezca el conejo Perico y te diga cómo entrar a hurtadillas en el huerto del Tío Gregorio (o te deje dinero, no sabes qué es lo que prefieres). Cuando, al no encontrar a tu anfitriona, te diriges a la verja de entrada para comprobar que no te has equivocado de dirección, la puerta se abre de repente y aparece la que será tu nueva casera. Y otra sonrisa se te escapa.




No sabes si esa mujer te cae bien al instante o te da miedo, ya que es la viva imagen de una caricatura de un cuento de Roal Dahl (en ese momento, te concedes a ti misma la broma de pensar que qué lástima que no estés más bien en uno de Dickens, donde los protagonistas acaban prósperos y millonarios, y no convertidos en ratones o sin poderes por haber sido adoptados por una profesora traumatizada y reprimida). Visitas el que tal vez sea tu nuevo hogar, reconvertido en casa para pobres diablos como tú. Tengo que admitir que me gustó que estuviera justo enfrente de una estación de tren vieja, tiene cierto regustillo romántico que te hace imaginarte a ti misma como una ermitaña o una trotamundos, que va de posada en posada, sin jamás tener un hogar.

"Hay agua caliente y calefacción", recita la Casera, "y el baño es para compartir dos personas, al igual que la nevera". Esa mujerona, con claro sobrepeso y ojos pardos, me hace mucha gracia. Especialmente cuando me recuerda que ella no es la madre de nadie, que puedo entrar y salir cuando me de la gana y que solo baja a la zona común cuando una de sus inquilinas hace tartas.

La Antigua Posada (que es como en mi cabeza llamaba ya a ese posible futuro hogar) tiene un baño que da pena, pero está decorada con preciosos cuadros que emulan la vida africana ("Los pintó mi madre", me informa la Casera, "Le encanta África. La llevé por su cumpleaños; fue fantástico". "Ese", señala un póster con la cara de un lobo ártico, "Ese es un regalo de un ex-novio de hace tiempo. La verdad es que me gustan los lobos. Es bonito". "¿Por qué desperdiciar un buen regalo?", le concedo yo). La vieja casa tiene tres o cuatro pisos, no conseguí averiguarlo, uno de los cuales pertenece a la Casera, y otro es común. Una vieja chimenea que no funciona preside el salón. Diccionarios de varios idiomas ocupan una estantería baja que hay sobre el sofá. ¿Qué habrá sido de todas las personas que han pasado por allí, desde que fuera un hostal, hace menos de un año, y ahora que ya no lo es? ¿Qué hará la chica a la que vas a sustituír en la habitación? ¿Se irá a hacer la Ruta de la Seda, en busca de volverse una mujer de negocios, si es que sigue existiendo? ¿Se habrá enamorado de un músico y pretende seguirlo para siempre? No puedo evitar pensar esas cosas, y cuando la puerta se cierra detrás de mí sigo con una sonrisa interna, que se externaliza cuando ves que en la acera hay una especie de Camino de la Fama de Cork, que te indica el camino a casa.

No esperaba estar así, en la segunda ciudad más grande de Irlanda, que apenas si es un pueblo, deseando que te den más horas en el trabajo para poder ahorrar para tu siguiente destino. Aunque a decir verdad, cuando intento imaginarlo, no soy capaz de concretar qué era lo que sí esperaba. Así que me encojo de hombros y sigo caminando.

Muchas cosas han cambiado desde que cogí el último avión. Y diría más, que esas cosas no han dejado de cambiar desde entonces. "La vida es cambio. Al menos la vida que he escogido para mí", decía orgullosa hace menos de tres meses, convencida de que estaba preparada para todo. ¡Qué poco sabías lo que implicaba esa gran verdad, duendecillo! 

Recuerdas, de camino a tu viejo hogar en Cork, y repentinamente te pones en la piel de un personaje de una novela que escribiste cuando aún estabas en el instituto, y ves que no tenías ni idea de lo que una persona real tiene que pasar para poder permanecer impasible en una habitación de hostal en un país que no es el suyo, leyendo una novela negra, pasando por alto su clara superioridad intelectual por resultarle totalmente natural. Me he pasado la vida creando personajes que nunca he estado preparada para entender. ¿Qué habrá tenido que pasar Willow, la antigua espía de las historias que mi mente adolescente escribía, para que la soledad ya no le pese y soportar estar sola consigo misma a pesar de que no se gusta? Cuando me la inventé no me dio pena, di por sentada su fortaleza. Y de repente la lástima se transforma en envidia.

Es un auténtico consuelo darte cuenta de que la vida de adulto no ha asesinado del todo a esa niña interior que tanto apreciabas, y que creías ahogada entre tantas lágrimas de miedo y desconcierto. Qué alivio, ver que sigues pensando en viejos cuentos cuando encuentras sitios reales parecidos, o viendo lo bello donde la gente solo ve lo corriente. De verdad creí que eso también había muerto, junto con la confianza en mi inteligencia, que nunca más daré por sentada. Qué bendición darse cuenta de que, en el fondo, lo que uno es de verdad nunca desaparece del todo. Puede atrofiarse, puede esconderse, pero siempre está ahí, en el fondo de nuestra mente, esperando para saltar, al acecho. Jamás hubiera dicho que me encontraría de nuevo, después de tantas semanas, en un hostal abandonado en las afueras de un suburbio irlandés. ¡Supongo que nunca sabes dónde moras en realidad! Aunque pensándolo mejor, no me sorprende que mi niña interior estuviera esperándome sentada en una sofá frente a una chimenea, mirando un cuadro que representa la sabana africana, con un montón de diccionarios a la espalda y viejos trenes sonando a escasos metros.

Atrás queda la seguridad, la comida a las horas predecibles, la confianza de tener donde dormir, o las personas al otro lado del teléfono cuando a ti te apetezca. Atrás queda el sentirte auto-suficiente por nada, admirable por trofeos escolares o aventurera por quedarte en casa. Nunca volverás a ser la de antes. La vida que decidiste dejar atrás, atrás ha quedado, y tú solita te lo buscaste. Por primera vez en bastante tiempo, recordar eso no hace que me piquen los ojos. Echo una última mirada al jardín, para comprobar que Perico, astutamente, se ha vuelto a esconder de los ojos humanos, antes de respirar hondo y, finalmente, seguir las estrellas.





Gracias por leer.



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