jueves, 17 de septiembre de 2015

El Gran Canal de China



Está bien, lo reconozco: Soy fan de la National Geographic. Sí, soy de esas plastas con complejo de Hermione Granger, que va por la vida soltando datos a diestro y siniestro que ha leído en la tan conocida revista (que, para mi gran desgracia, ha sido comprada por un semi-simio (o ya quisiera) estadounidense que niega venir de los idem, y dice que el calentamiento global son los padres. DEP, mi amada NG, siempre te recordaré). Así que en este post, voy a hablaros de un declarado Patrimonio de la Humanidad, que conocí por este medio.


El Gran Canal- Nº140 NG Historia


Personalmente, opino que una de las muchas (muchísimas) cosas maravillosas que tiene la vida es que no siempre podemos explicar porqué algo nos gusta hasta lo increíble. Simplemente cada vez que vemos, oímos, sentimos, olemos, notamos, tocamos o saboreamos ese algo, notamos ese tirón cerebral que nos dirige hacia él, muchas veces siendo incapaces de evitarlo. Opino que la gente, la masa, está muy "rebañizada" (si me permitís sacarme de la manga un término tan pastoral), pero las personas son en su inmensa mayoría deliciosamente apasionadas. Os reto a echar un vistazo a vuestro alrededor, y comprobaréis que tengo razón. Hay personas que son capaces de estar horas mirando el mismo cuadro, o leer el mismo libro cincuenta veces en su vida, o, porqué no, mantenerse enamoradas de la misma persona desde el instante en que la ven. Y muchas veces no serán capaces de explicar qué demonios hay en ese cuadro, en ese libro o en esa persona que les mantiene absolutamente enganchados. Y es que hay cosas que no se pueden sacar del plano de las emociones, ni siquiera para tratar de plasmarlas en palabras, al igual que muchas veces nos trabamos al intentar explicar un sueño que tuvimos la noche pasada.

Mucho menos romántica fue la decisión de construir un enorme canal que atravesara la gigantesca China de norte a sur. La naturaleza no bendijo estos puntos cardinales con ríos naturales (que por otra parte, tampoco eran lo ideal, a causa de los peligros que la inestabilidad de sus caudales provocaba), y se daba la dicotomía de que los emperadores de las diferentes dinastías estaban empecinados en vivir en el norte, mientras que las regiones productoras de arroz, por mucho que estos ordenaran al Sol y a la Lluvia que lo cambiaran, se mantenían en el sur. Como dejar de comer arroz no entraba en sus planes, y dejar de cobrar tributos a los sureños pues como que tampoco, un buen día, allá por el 605 d.C., el emperador Yangdi, de la dinastía Sui (que no acabó bien parada por dar demasiado el coñazo con Corea), dijo para sí: "Me niego a gastar el dinero destinado a concubinas en comercio terrestre. ¡Si total, lo que hay en este país son ingenieros hidráulicos y gente susceptible de ser esclavizada!" (Bueno, seguramente no fue así, pero me permito la licencia poética de meterme en la cabeza del buen emperador). Y dicho y hecho, desde entonces hasta 500 años más tarde, se realizó y perfeccionó el Gran Canal, a través de cavar vías artificiales y unir los ríos, canales y lagos existentes. Dicho Canal era usado para transportar cosas tan variadas como alimentos, madera, tejidos o porcelanas.


Gran Canal a su paso por Wuxu, en la provincia de Jiangsu (Nº140 NG Historia)


No voy a dar el coñazo con los cambios que las distintas dinastías y emperadores hicieron. Solo decir que estuvieron moviendo la capital de un lado para otro hasta que se acabó el maldito Imperio y que cierto personajillo llamado Confucio no estaba muy a favor de la aventura de ingeniería, porque prefería que hubiera más incomunicación entre el mandamás de arriba y los pueblerinos de abajo (el clásico "te quiero lejos", pero Confucio no era tan prosaico). En vez de eso, prefiero destacar los detalles que hacen de esta obra una joya en la Historia.

Muchas son las pinturas que retratan la belleza de esta creación, como puede ser el cuadro Amanecer el el Gran Canal de William Havell, que impresionaba a los viajeros que la descubrían, como Marco Polo. Los lados del canal se empedraban para favorecer el trabajo de los que, puntualmente, debían arrastrar los barcos que los recorrían, y los sauces enmarcaban las orillas, ya que sus raícen reafirmaban el lecho. No tardaron mucho en empezar a construír pagodas por doquier, para ir agradeciendo a cada trecho que un cambio brusco de los cauces no te destruyeran el envío, así como poblaciones que tenían su razón de ser en el comercio que el Canal ocasionaba. 


"Amanecer en el Gran Canal", de William Havell.


Los barcos que solían atravesarlo eran los llamados "juncos", mucho más pequeños y fáciles de manejar que los armatrostes que se solían ver en el tráfico marítimo. La construcción de esta obra convirtió a China en la economía más dinámica y diversa de todo el mundo conocido en el siglo XVI. La facilidad que suponía para el transporte, y el hecho de que también podía ser usado por los mercaderes particulares, no solo por barcos estatales, hizo que los bienes de una y otra región se compartieran entre la totalidad de la población china. Un ejemplo de ello sería la ópera kunqu, que de esta forma se dio a conocer desde su lugar de origen, Suzhou, hasta todo el país. 

Desde luego, no todo era bonito. La construcción se sufragó con el llamado trabajo anual obligatorio, que acabó instaurado también para mujeres (lo que no era muy popular), no se permitía ni un solo día de retraso en la llegada de los tributos de grano al emperador, costó una millonada que por supuesto repercutió en el pueblo llano, que para más inri, era el encargado de costear la alimentación y mantenimiento de los numerosos barcos imperiales y del canal en sí. Se dice que no hay luz sin sombra, ¿no? La predominancia del comercio por mar a finales del s. XVIII ocasionó un declive de la que antaño había sido la vía de comercio más importante de China. Sin embargo, no solo recibió en el 2014 la consideración de Patrimonio de la Humanidad, sino que aún hoy, el Canal creado hace más de 1400 años sigue siendo una importante arteria comercial en su país.


Agradecimientos por la lectura, pequeños saltamontes :)


sábado, 5 de septiembre de 2015

Hacia el Hostal Aaran...


De alguna forma, todos somos pequeños exploradores. Todos soñamos con irnos lejos a vivir aventuras, hacer de nuestra vida una Historia digna de ser recordada y, tal vez, luego volver para contárselo a nuestros nietos a la luz de la chimenea, o escribir un libro que animará a otros aventureros a correr nuestra misma suerte. ¿Cómo empezar este artículo, si ni siquiera yo misma sé qué es lo que quiero expresar? Como siempre, empezaré desde el principio, esperando no divagar en exceso.

Ya desde niña miraba el mar. No sé muy bien qué esperaba encontrar más allá de la línea que separaba los dos tonos de azul. Ni siquiera recuerdo que pensara en nada cuando lo hacía. Parece que los recuerdos más felices son aquellos en los que intentas hacer memoria y descubres que en tu cabeza solo había vacío. Sin embargo sé que desde entonces, cuando aún no había aprendido a vocalizar bien, ya informaba a mis padres que algún día me iría, quizá a América (que era el colmo de la lejanía para mí en aquel entonces), a correr alguna aventura.

Y aquí me encuentro, dieci-tantos años más tarde, armada con una mochila, buscando un sitio donde refugiarme, a punto de vivir mi cuarta mudanza en tres meses. No sé si recomendaría a alguien hacer la serie de estupideces que he ido haciendo yo en tan pocas semanas, ya que ni siquiera mi cerebro ha terminado de decidir si lo que he hecho ha sido una buena o una mala idea: mandas a tomar por saco tu vida pasada, llena de errores, de traumas y de sufrimientos, pero en la que también sabías que el siguiente paso que ibas a dar no te iba a hundir en el fango, y en la que contabas con abrazos cálidos por la noche y aplausos en el plano académico, convencidísima de que estás a punto de montarte una vida totalmente distinta y mejor. Llega un punto en que, entre las lágrimas histéricas por tu decimoquinta decepción en una semana, finalmente tienes que admitirte que en el fondo esperabas que un camino de oro apareciera bajo tus pies según bajaras del avión. No es que seas idiota, claro, pero... pero eres idiota. Una idiota de 22 años. Y ya va siendo hora de que te des cuenta. Se me ha olvidado lo que es tener largas las uñas, todas mordisqueadas, o no sentirte atemorizada a cada rato por los imprevistos que puedan surgir en cada esquina que cruzas, y por supuesto, tienes que aceptar que comer como Dios manda ha quedado solo en el recuerdo. Pero es la decisión que tomé, y he de seguirla, si como mínimo quiero saber cómo se va a terminar de ir todo al traste. Veamos si es una de esas situaciones en las que, como decía Steve Jobs, uno en el futuro va uniendo puntos.

¿Quién me iba a decir que se me iba a escapar una sonrisa incrédula, al descubrir un viejo hostal arruinado, sin timbre siquiera, en el que tienes que atravesar un caminito con un pobre cesped a los lados? La valla que separa una propiedad de otra es tan baja que te puedes sentar encima y mirar a tu alrededor, esperando que en cualquier momento aparezca el conejo Perico y te diga cómo entrar a hurtadillas en el huerto del Tío Gregorio (o te deje dinero, no sabes qué es lo que prefieres). Cuando, al no encontrar a tu anfitriona, te diriges a la verja de entrada para comprobar que no te has equivocado de dirección, la puerta se abre de repente y aparece la que será tu nueva casera. Y otra sonrisa se te escapa.




No sabes si esa mujer te cae bien al instante o te da miedo, ya que es la viva imagen de una caricatura de un cuento de Roal Dahl (en ese momento, te concedes a ti misma la broma de pensar que qué lástima que no estés más bien en uno de Dickens, donde los protagonistas acaban prósperos y millonarios, y no convertidos en ratones o sin poderes por haber sido adoptados por una profesora traumatizada y reprimida). Visitas el que tal vez sea tu nuevo hogar, reconvertido en casa para pobres diablos como tú. Tengo que admitir que me gustó que estuviera justo enfrente de una estación de tren vieja, tiene cierto regustillo romántico que te hace imaginarte a ti misma como una ermitaña o una trotamundos, que va de posada en posada, sin jamás tener un hogar.

"Hay agua caliente y calefacción", recita la Casera, "y el baño es para compartir dos personas, al igual que la nevera". Esa mujerona, con claro sobrepeso y ojos pardos, me hace mucha gracia. Especialmente cuando me recuerda que ella no es la madre de nadie, que puedo entrar y salir cuando me de la gana y que solo baja a la zona común cuando una de sus inquilinas hace tartas.

La Antigua Posada (que es como en mi cabeza llamaba ya a ese posible futuro hogar) tiene un baño que da pena, pero está decorada con preciosos cuadros que emulan la vida africana ("Los pintó mi madre", me informa la Casera, "Le encanta África. La llevé por su cumpleaños; fue fantástico". "Ese", señala un póster con la cara de un lobo ártico, "Ese es un regalo de un ex-novio de hace tiempo. La verdad es que me gustan los lobos. Es bonito". "¿Por qué desperdiciar un buen regalo?", le concedo yo). La vieja casa tiene tres o cuatro pisos, no conseguí averiguarlo, uno de los cuales pertenece a la Casera, y otro es común. Una vieja chimenea que no funciona preside el salón. Diccionarios de varios idiomas ocupan una estantería baja que hay sobre el sofá. ¿Qué habrá sido de todas las personas que han pasado por allí, desde que fuera un hostal, hace menos de un año, y ahora que ya no lo es? ¿Qué hará la chica a la que vas a sustituír en la habitación? ¿Se irá a hacer la Ruta de la Seda, en busca de volverse una mujer de negocios, si es que sigue existiendo? ¿Se habrá enamorado de un músico y pretende seguirlo para siempre? No puedo evitar pensar esas cosas, y cuando la puerta se cierra detrás de mí sigo con una sonrisa interna, que se externaliza cuando ves que en la acera hay una especie de Camino de la Fama de Cork, que te indica el camino a casa.

No esperaba estar así, en la segunda ciudad más grande de Irlanda, que apenas si es un pueblo, deseando que te den más horas en el trabajo para poder ahorrar para tu siguiente destino. Aunque a decir verdad, cuando intento imaginarlo, no soy capaz de concretar qué era lo que sí esperaba. Así que me encojo de hombros y sigo caminando.

Muchas cosas han cambiado desde que cogí el último avión. Y diría más, que esas cosas no han dejado de cambiar desde entonces. "La vida es cambio. Al menos la vida que he escogido para mí", decía orgullosa hace menos de tres meses, convencida de que estaba preparada para todo. ¡Qué poco sabías lo que implicaba esa gran verdad, duendecillo! 

Recuerdas, de camino a tu viejo hogar en Cork, y repentinamente te pones en la piel de un personaje de una novela que escribiste cuando aún estabas en el instituto, y ves que no tenías ni idea de lo que una persona real tiene que pasar para poder permanecer impasible en una habitación de hostal en un país que no es el suyo, leyendo una novela negra, pasando por alto su clara superioridad intelectual por resultarle totalmente natural. Me he pasado la vida creando personajes que nunca he estado preparada para entender. ¿Qué habrá tenido que pasar Willow, la antigua espía de las historias que mi mente adolescente escribía, para que la soledad ya no le pese y soportar estar sola consigo misma a pesar de que no se gusta? Cuando me la inventé no me dio pena, di por sentada su fortaleza. Y de repente la lástima se transforma en envidia.

Es un auténtico consuelo darte cuenta de que la vida de adulto no ha asesinado del todo a esa niña interior que tanto apreciabas, y que creías ahogada entre tantas lágrimas de miedo y desconcierto. Qué alivio, ver que sigues pensando en viejos cuentos cuando encuentras sitios reales parecidos, o viendo lo bello donde la gente solo ve lo corriente. De verdad creí que eso también había muerto, junto con la confianza en mi inteligencia, que nunca más daré por sentada. Qué bendición darse cuenta de que, en el fondo, lo que uno es de verdad nunca desaparece del todo. Puede atrofiarse, puede esconderse, pero siempre está ahí, en el fondo de nuestra mente, esperando para saltar, al acecho. Jamás hubiera dicho que me encontraría de nuevo, después de tantas semanas, en un hostal abandonado en las afueras de un suburbio irlandés. ¡Supongo que nunca sabes dónde moras en realidad! Aunque pensándolo mejor, no me sorprende que mi niña interior estuviera esperándome sentada en una sofá frente a una chimenea, mirando un cuadro que representa la sabana africana, con un montón de diccionarios a la espalda y viejos trenes sonando a escasos metros.

Atrás queda la seguridad, la comida a las horas predecibles, la confianza de tener donde dormir, o las personas al otro lado del teléfono cuando a ti te apetezca. Atrás queda el sentirte auto-suficiente por nada, admirable por trofeos escolares o aventurera por quedarte en casa. Nunca volverás a ser la de antes. La vida que decidiste dejar atrás, atrás ha quedado, y tú solita te lo buscaste. Por primera vez en bastante tiempo, recordar eso no hace que me piquen los ojos. Echo una última mirada al jardín, para comprobar que Perico, astutamente, se ha vuelto a esconder de los ojos humanos, antes de respirar hondo y, finalmente, seguir las estrellas.





Gracias por leer.